Opinión

Retórica

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Para el pensamiento neoliberal hay gente de primera y segunda clase

En Retina, me encuentro con una entrevista a Josep Maria Echarri, presidente de Inveready, firma de capital de riesgo que invierte en ciencia. Confieso que no entiendo bien la expresión “firma de capital de riesgo” porque soy tonta. También me sorprende que el señor Echarri sea once años menor que yo: aún me veo como una muchacha que busca el camino de baldosas amarillas. El significado del espíritu emprendedor me es revelado. No censuro los logros de Echarri, su trabajo para hacer posible un fármaco contra el cáncer, pero mi visión del mundo, humanista y anticuada, me lleva a escandalizarme con ciertas declaraciones: “Si el conocimiento no se convierte en dinero, no habrá dinero que financie el conocimiento”. Sin paños calientes, declaraciones como esta, apocalípticas y amenazantes, asentadas en el realismo de las habas contadas, inhibidoras de la imaginación política, configuran del aterrador poliedro de nuestro sentido de común.

Echarri utiliza para difundir su discurso un quiasmo, figura retórica de construcción que consiste en repetir e invertir el orden de los términos: “Cuando pitos, flautas / cuando flautas, pitos”, es el famoso ejemplo gongorino. El quiasmo es señuelo manierista de seducción publicitaria, pero también constituye una forma de pensar que, a través de la manipulación del lenguaje, consigue que brote la idea iluminando la realidad: la marxiana Miseria de la filosofía responde a La filosofía de la miseria de Proudhon y hace del quiasmo un método de pensamiento dialéctico. El quiasmo que contiene, como balda, la reflexión de Echarri sugiere una perturbadora masa sumergida de preceptos ideológicos: el conocimiento ha de ser rentable; la educación fomenta la resiliencia; el que paga, manda… Aparejadas a esta ideología, entendemos otras afirmaciones del sentido común neoliberal: estudiar latín no es pertinente; la privatización de la enseñanza garantiza la libre elección de madres y padres respecto a la educación de su prole; la desestimación de subvenciones al cine o a proyectos artísticos poco comerciales es imprescindible; no hay motivos para desconfiar de que un banco patrocine una cátedra universitaria… Partiendo de esta mentalidad empresarial, resulta lógico que las farmacéuticas abandonen investigaciones, dejen de construir conocimiento y fabricar medicinas para curar enfermedades de pobres (leishmaniasis, malaria, etcétera), a no ser que se descubra que esa medicina puede también aplicarse con rentabilidad en el primer mundo: Gabriel Wüldenmar cuenta que la eflornitina, que cura la enfermedad del sueño, volvió a producirse cuando se supo que funcionaba como componente para una crema depilatoria. Gente de primera y segunda clase. Competidores, empresarios con vista de lince y seres humanos en el vagón de cola. Dinero que financia el conocimiento. Conocimiento que se convierte en dinero. Se desarrollan proyectos de investigación para el diseño de armas, y la guerra es estrategia de enriquecimiento de los plutócratas. Sin embargo, la elección de un quiasmo para expresar estas ideas no es apropiada porque subraya lo utilísimos que resultan esos conocimientos inútiles que no se traducen en una inmediata rentabilidad económica; es el caso de quienes estudian las glosas silenses, filosofía neoplatónica, la perspectiva en Velázquez, historia o retórica clásica y, con sus saberes, fomentan una aproximación crítica hacia el funcionamiento antiestético y poco ético del mundo en que vivimos. Otro día hablaremos de cómo Pablo Casado hace de la mujer metonimia —más retórica—, reduciéndola a huevo Kinder.

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