Opinión

Sobre la interpretación folclórica de la política

0

La inestabilidad que arrastramos desde hace casi un lustro continuará muy probablemente durante la próxima legislatura. Por ello, es más importante que nunca la sujeción al imperio de la ley

Al fin y al cabo, los pueblos tienen siempre los gobiernos que se merecen. Esta es al menos la teoría de quienes sustentan lo que el politólogo Jean Meynaud describió como la interpretación folclórica de la política. De esa interpretación surgió también la idea, ampliamente difundida durante la dictadura franquista, de que la democracia era algo bueno pero no para España, pues no estaba preparada para ella. Preparado o no, el país abordó un proceso de transición a la muerte del general Franco e instauró un régimen comparable a cualquier democracia liberal al uso, cuya efectividad y rendimiento, puestos a prueba incluso de bombas, están a la vista. Tanto en lo que se refiere al respeto a los derechos humanos como al desarrollo económico y al papel que desempeña en el contexto internacional. Quienes asistimos como privilegiados testigos a ese proceso comprendimos entonces la falacia de la argumentación franquista. España era y es un país moderno, una democracia avanzada y una potencia industrial, y podíamos remitirnos a las pruebas: el triunfo de la Transición. De modo que no nos merecíamos el Gobierno de la dictadura. Aunque en mi opinión tampoco nos merecemos los últimos que hemos tenido (al menos desde el año 2015), a pesar de que hayan sido elegidos por nosotros.

La crisis financiera mundial de 2008 puso a prueba la solvencia de los sistemas democráticos. Erosionó de manera sustancial el poder adquisitivo de las clases medias, que constituyen la base fundamental en la que se asientan. El crecimiento del populismo se vio agitado por consignas anticapitalistas y antiglobalización, como respuesta al miedo que los cambios previsibles generan en el cuerpo social. Nacionalismo, xenofobia, proteccionismo económico y demagogia configuran la respuesta crispada e inútil a un futuro difícil de gestionar e impredecible, pero en cualquier caso imparable.

Muchas de las anomalías, tensiones y contradicciones de la actual política española suceden en un entorno internacional más amplio que padece iguales o similares vicisitudes. El pasmo de la socialdemocracia, las dificultades del Estado de bienestar, los debates en torno al cambio climático o la incapacidad para dar respuesta a los problemas de la inmigración son solo algunos ejemplos. Luego están las singularidades que algunos padecemos: el Brexit en Reino Unido, fruto de un ensueño imperial del que todavía no despierta Inglaterra; o la cuestión catalana, alimentada por la ignorancia y la vesania del poder nacionalista. Tan infatuado se muestra en su petulancia que está dispuesto a demostrar la falsedad de otra famosa interpretación folclórica del catalanismo: la de que todo es una cuestión de pelas. Quizás para demostrar que no es así ha renunciado, votando contra el Presupuesto, a una lluvia de millones que se le ofrecían a cambio de seguir alimentando el culto a la personalidad del presidente Sánchez.

En estas circunstancias son muchas las voces que se alzan advirtiendo de los peligros que acechan a la democracia representativa, la fractura de las opiniones públicas y el riesgo de una confrontación entre ellas. Algunos se rasgan ahora las vestiduras al ver que el nacionalismo fanático español, si se le aguijonea, supera con creces cualquier exceso entre los que puedan incurrir los periféricos. La España profunda ha resucitado animada por las políticas de la Generalitat, cuyos dirigentes bien podrían leer algunos de los libros de la excelente escuela historiográfica catalana para enterarse de en qué país viven. Aunque no sé si es la falta de lecturas o el empacho de las mismas, como en el caso de Alonso Quijano, lo que les lleva a alucinar en su visión de las cosas y darse de morros contra el asfalto de la realidad.

El comienzo del juicio contra quienes promovieron la declaración unilateral de independencia en el Parlamento catalán y las leyes de transición hacia la misma ha vuelto a poner de relieve una confusión relativamente común entre la gente: la de que en democracia todo sirve si viene avalado por los votos. Este es un mantra repetido hasta la saciedad por algunos de los imputados, y el presidente de la Generalitat lo dijo muy a las claras en sus declaraciones a la prensa: la democracia está a su juicio por encima de la ley. Pero desde que la democracia existe, el imperio de la ley, the rule of law en la famosa definición inglesa, forma parte indispensable del sistema. Es la garantía de que los poderes del Estado van a ver limitadas sus capacidades por las instituciones que emanan de la soberanía popular. Puede que la construcción de un Estado de derecho no sea condición suficiente para el reconocimiento de la existencia de una democracia moderna, pero en todo caso es un requisito indispensable sin el que las libertades individuales y los derechos de las minorías estarían permanentemente amenazados. Que cuestiones tan sabidas sean ignoradas por los separatistas solo pone de relieve la deriva demagógica y mendaz de su comportamiento.

Pero no son los únicos que se dejan llevar por pasiones de este género. Asombra ver a un partido de gobierno, como el Popular, proponer en su programa electoral la aplicación permanente del 155, o incluso la suspensión sine die de la autonomía catalana, decisiones tasadas legalmente en la Constitución y que en cualquier caso suponen un tratamiento de excepción en el ordenamiento jurídico. Asombra, sí, pero no sorprende. A lo largo de toda su historia, el PP se ha distinguido por su voracidad a la hora de ocupar las instituciones y manipular su funcionamiento, una práctica que daña objetivamente a los fundamentos del Estado de derecho. La prueba más evidente es el famoso correo electrónico de su portavoz en el Senado anunciando los pactos secretos con los socialistas para controlar “por la puerta de atrás” al Tribunal Supremo. Que semejante individuo continúe asentando las posaderas en su demediada poltrona pone de relieve que la arrogancia de los separatistas en su desprecio a la ley y la separación de poderes es compartida por quienes enarbolan su amor a España, como cualquier Oriol Junqueras, solo para justificar sus desvaríos en la persecución del poder.

Esta semana Madrid va a ser escenario de un congreso mundial de juristas que debatirá la importancia del Estado de derecho y la defensa de los derechos humanos en el funcionamiento de las democracias. Sucede el encuentro en un momento de creciente inestabilidad política en nuestro país que no es probable se resuelva tras la convocatoria de elecciones. De ellas han de salir al menos cinco partidos nacionales con representación parlamentaria y de difícil combinación para formar un gobierno con apoyo mayoritario en la Cámara. O sea, que quizá el que venga tampoco ha de ser el Gobierno que los españoles nos merecemos, pero sí el que habremos votado. Con lo que la inestabilidad que venimos arrastrando desde hace casi un lustro continuará muy probablemente durante la próxima legislatura. Para que no descarrile también, conviene asumir que la sujeción al imperio de la ley es la garantía más segura contra cualquier desvarío autoritario. Nunca como ahora ha sido tan débil la democracia española desde que se instaurara, y antes que pretender asaltar los cielos es preciso estar seguros de que la tierra no ha de abrirse bajo nuestros pies.

Puedes seguir EL PAÍS Opinión en Facebook, Twitter o suscribirte aquí a la Newsletter.

Retórica

Next article

You may also like

Comments

Leave a reply

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

More in Opinión