Opinión

Nadie sabe nada

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El desfile de testigos es el que aporta una narrativa distinta a cada capítulo de la serie del ‘procés’

Estoy siguiendo a trozos el juicio del procés como si fuera una serie de televisión más, de esas que siguen tantas personas con la fidelidad de quien necesita no perderse un detalle de ellas no vaya a ser que se pierdan el hilo entero del argumento. Mi fidelidad no es tanta, pero sí la suficiente como para tener ya una idea global de lo que se dirime ante el Tribunal Supremo y una idea aproximada de cada uno de los personajes que protagonizan la historia. Desde el presidente del tribunal, ese juez mesurado y afable que se esfuerza en dar una imagen de ecuanimidad, hasta los tres fiscales, que se reparten el papel de implacables inquisidores, y desde los representantes de las acusaciones (la del Estado, una mujer con guante de seda, y los de la popular, dos hombres engominados con aspecto de cobradores del frac) a los de la defensa, entre los que los hay de todas las fisonomías y caracteres profesionales, cada uno con su estrategia y sus objetivos según a qué acusado defienden. Finalmente, los acusados, convertidos en convidados de piedra tras su declaración inicial por turno, componen un cuadro muy variopinto que comienza a mimetizarse ya con el decorado como sucede también con los otros miembros (estos en permanente silencio desde el inicio del juicio) del tribunal.

El desfile de testigos es el que aporta una narrativa distinta a cada capítulo de la serie y el que capta en mayor o en menor medida la atención de los espectadores. Normalmente, son los más relevantes y conocidos los que la concitan entre la mayoría, pero yo debo confesar que estoy siguiendo con mucho más interés las comparecencias de los secundarios, esos que aparentemente tuvieron un protagonismo menor en la preparación y en el desarrollo de los hechos que se juzgan pero cuyos testimonios pueden ser determinantes para su calificación final por el tribunal. En especial, me han llamado la atención estas últimas semanas las de los responsables de las empresas gráficas y las imprentas y de quienes les encargaron las papeletas electorales y los carteles de propaganda del referéndum declarado ilegal, tan rayanas en el esperpento que producen bochorno en el espectador. Pretender que este crea (como pretendió en su día el expresidente Mariano Rajoy al declarar que ignoraba la mediación entre los Gobiernos español y catalán del presidente vasco Iñigo Urkullu; o el exministro del Interior Juan Ignacio Zoido al decir que desconocía los detalles del operativo policial encaminado a impedir el referéndum ilegal) que uno recibe un buen día una llamada de un tal Toni, al que no conoce, queda en un hotel con él y recibe y acepta el encargo de procurar la impresión de varios miles de carteles y otros productos propagandísticos que transmite a tres imprentas que, como el intermediario, aceptan el encargo sin preguntar tampoco quién pagará el trabajo, o que un amigo te emplaza a una reunión en la que al llegar descubres que está presente el Gobierno de Cataluña en pleno, que te encarga el diseño de un software para el recuento de unas elecciones, y no te extraña lo más mínimo, o, en fin, que una empresa de mensajería acepta el encargo de repartir medio millón de cartas sin preguntar tampoco qué contienen ni quién pagará ese trabajo es tener más confianza en la fe del espectador que el espectador mismo. Lo peor es, no obstante, que ese no saber nada de lo que puede perjudicarte a ti o a tus amigos es tan español que casa mal con unas personas que manifiestan no serlo ni por asomo, por lo que sorprende aún más.

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