Opinión

Irán, cuarenta años de hostilidad

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En lugar de adoptar una postura antagonista respecto a Teherán y azuzar a sus sectores más radicales, a convendría que la Administración de Donald Trump apostara por fórmulas más inclusivas

En el año 1971, un amplio abanico de mandatarios mundiales se congregaron en la ciudad iraní de Persépolis, la antigua capital del imperio persa. Entre ellos, se encontraban personalidades tan destacadas y variopintas como Josip Broz Tito de Yugoslavia, Rainiero y Grace Kelly de Mónaco, el vicepresidente estadounidense Spiro Agnew y el presidente de la Unión Soviética Nikolái Podgorni. La ocasión era una suntuosa fiesta convocada por el sah de Irán, Reza Pahleví, con motivo de los 2.500 años de la fundación del Estado imperial de Irán.

Según el parecer del ayatolá Ruhollah Jomeini, que ocho años después se convertiría en el líder supremo iraní, lo que tuvo lugar en Persépolis fue nada menos que “el festival del diablo”. Por aquel entonces, Jomeini ya llevaba años exiliado en Irak, desde donde denunció el proceso de occidentalización impulsado por Pahleví, así como la dependencia iraní de Estados Unidos. De hecho, Estados Unidos y el Reino Unido habían orquestado un golpe de Estado en 1953 para favorecer a Pahleví en detrimento del primer ministro Mohamed Mosaddeq, elegido democráticamente. Mosaddeq había impulsado la nacionalización de la producción de petróleo iraní y había maniobrado para reducir los poderes del sah.

El fatídico episodio de 1953, muy impregnado de las lógicas de la Guerra Fría, representó la primera operación estadounidense orientada a deponer un Gobierno extranjero en tiempos de paz. A partir de entonces, la política exterior de Estados Unidos ha estado marcada por un goteo de “cambios de régimen”, que han emponzoñado su relación con ciertas regiones, entre ellas Oriente Próximo. Además, el golpe de Estado contra Mosaddeq erosionó la legitimidad interna del sah Pahleví y, junto con su temperamento represivo e insensible a las demandas de mayor justicia social, sembró la semilla de la Revolución iraní de 1979. Los 40 años que han transcurrido desde entonces han sido abrumadoramente negativos para los vínculos entre Irán y Occidente.

Decía Hannah Arendt que “el revolucionario más radical se convertirá en un conservador el día después de la revolución”. El ayatolá Jomeini, que a principios de 1979 residía en París —Sadam Husein lo había expulsado de Irak un año antes—, retornó a Irán aclamado como nuevo líder del país y no tardó en hacer honor a la máxima de Arendt. Pese a que en la revolución habían confluido fuerzas de signos muy distintos, la flexibilidad de Jomeini se evaporó de repente. Jomeini se desmarcó por completo de los movimientos de izquierda, acusó a sus oponentes de subversores y censuró sin miramientos las voces liberales. Así dieron comienzo cuatro décadas de tensiones entre el poder teocrático encarnado en el líder supremo y las facetas más democráticas del sistema político iraní.

Poco después de la revolución, se produjo otro suceso que terminó de dinamitar la relación entre Estados Unidos e Irán: la crisis de los rehenes. Tras asaltar la Embajada de Estados Unidos en Teherán, un grupo de estudiantes iraníes mantuvieron retenidos durante 444 días a más de una cincuentena de estadounidenses, con la connivencia de Jomeini. Entre las exigencias de los estudiantes al Gobierno de Jimmy Carter se encontraba la extradición del sah, que había acudido a Nueva York para tratarse un cáncer. El caso se resolvió tras la muerte de Pahleví en Egipto, no sin antes contribuir a la debacle electoral de Carter frente a Ronald Reagan y, por otro lado, a la consolidación del ala dura de Jomeini en Irán. Desde entonces, Washington y Teherán no mantienen relaciones diplomáticas.

Para colmo de males, en plena crisis de los rehenes tuvo lugar la invasión iraquí de Irán, que desencadenó una cruenta guerra de ocho años entre ambos países. El conflicto —en el que Estados Unidos e incluso la Unión Soviética asistieron a Sadam— terminó en tablas, provocando medio millón de víctimas mortales y dejando enormes secuelas, especialmente en un Irán que sufrió los ataques químicos iraquíes. Fue precisamente durante esa guerra cuando Irán comenzó a explorar la posibilidad de desarrollar armamento nuclear, partiendo de las capacidades energéticas que los propios Estados Unidos habían proporcionado al sah en el marco de la iniciativa de “Átomos para la Paz”.

No fue hasta 2002 —ya bajo el mandato del actual líder supremo, Alí Jamenei— cuando el programa nuclear clandestino de Irán salió a la luz. El tablero geopolítico había cambiado drásticamente respecto a los años ochenta: Washington había dado la espalda a Sadam y se estaba gestando la invasión estadounidense de Irak. En el enésimo giro irónico, el país que más se ha beneficiado estratégicamente de dicha invasión ha sido Irán, a pesar de que el presidente Bush también lo incluyó en su famoso “eje del mal”.

En ese contexto me correspondió iniciar, como alto representante de la Unión Europea, las negociaciones nucleares con el Gobierno iraní. Mi primer interlocutor fue Hasán Rohaní, hoy presidente de Irán, con quien logramos alcanzar un entendimiento. Sin embargo, la elección de Mahmud Ahmadineyad como presidente en 2005 provocó una nueva fractura entre las partes, que se agrandó cuando Saíd Yalilí tomó las riendas de la negociación. Yalilí solía comenzar nuestras reuniones recordándome que había perdido parte de su pierna en la guerra Irán-Irak, de la que responsabilizaba amargamente a Occidente.

Por fortuna, la elección de Rohaní en 2013 propició que volviesen a cambiar las tornas, y la comunidad internacional supo mostrar la cohesión y la destreza necesarias para aprovechar el resquicio. El fruto de todo ello fue el acuerdo nuclear con Irán (JCPOA), un verdadero hito diplomático que trajo consigo una tregua en tantos años de improductiva hostilidad.

No obstante, el presidente Trump ha roto unilateralmente la unidad de acción otrora existente, desentendiéndose del acuerdo y reimponiendo sanciones extraterritoriales que abusan de la posición dominante del dólar. La oportunidad que tenían Estados Unidos y Europa de hacer frente común contra las violaciones de derechos humanos en Irán, y contra sus actuaciones desestabilizantes en materia de política exterior, se ha difuminado. Ahora, Europa se encuentra centrada sobre todo en la noble causa de salvaguardar el JCPOA, para lo cual se valdrá de un innovador sistema de pagos que está a punto de entrar en funcionamiento.

Con su patrocinio de la conferencia sobre Oriente Próximo celebrada en Varsovia, la Administración de Trump ha buscado —sin éxito— dividir a los europeos y expandir la coalición contra Irán que encabeza junto con Israel, Arabia Saudí y los Emiratos Árabes Unidos. Pero, pese a las innumerables dificultades domésticas a las que se enfrenta el régimen iraní, inducir su colapso es tan quimérico ahora como lo ha sido en los últimos 40 años. En lugar de adoptar una postura antagonista respecto a Irán y azuzar a sus sectores más radicales, conviene apostar por fórmulas más inclusivas, que tengan en cuenta las amenazas a la seguridad que perciben todos y cada uno de los países de Oriente Próximo.

Javier Solana es distinguished fellow en la Brookings Institution y presidente de ESADEgeo, el Centro de Economía y Geopolítica Global de ESADE.

Copyright: Project Syndicate, 2018.

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