Opinión

Mierda

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Hay una filosofía impresionante en ese cuadro excesivo que es la biografía de Berlusconi: hacer el mundo a tu imagen y semejanza sin pretender ser tú nada de eso

En uno de los momentos más oportunos de Loro, la película de Sorrentino traducida (y amputada) en España como Silvio (y los otros),el personaje de Berlusconi pisa un trozo de mierda. Se lo hace saber su nieto, al que el Cavaliere regaña: él nunca ha pisado mierda. El niño le insiste en que lo ha visto con sus propios ojos, y entonces Berlusconi, interpretado por Tony Servilio, enseña al niño su magisterio, algo que volverá a hacer cuando venda al aparato un piso a una señora elegida al azar a través del listín telefónico: la persuasión en su propio beneficio, que siempre necesita ser en perjuicio de los demás. Un superpoder con el cual un hombre consigue no mimetizarse en su época, sino que la época se parezca a él.

Solo la idea, tan real como la vida misma, de alquilar un chalé frente a la villa de Berlusconi y llenarla de modelos bailando en fiestas interminables para atraer la atención del Calígula del sexo, sostiene el espíritu de los otros, el loro al que se refiere la película y que señala y desnuda a la clase emergente del berlusconismo: proxenetas, traficantes de cocaína, caras televisivas, viejos amigos de cuando empezaba un hombre, Silvio, que dice preferir que no le “suministren” prostitutas porque quiere “seducir”, que no quiere ver una droga en su casa porque las odia y trata sus televisiones y sus amigos con el cansancio del niño aburrido de sus juguetes. Hay una filosofía impresionante en ese cuadro excesivo que propone Sorrentino y que es la propia biografía de Berlusconi: hacer el mundo a tu imagen y semejanza sin pretender ser tú nada de eso.

En Paletos salvajes (Crónicas de la mafia II), el volumen de Libros del K.O. que el periodista de EL PAÍS Íñigo Domínguez publica la próxima semana, se relata uno de los efectos secundarios más agudos del modo de ver el mundo a través de Berlusconi, los medios de Berlusconi y la alegría natural, la felicidad desconsiderada (“yo nunca estoy mal”) de Berlusconi. En una entrevista en 2014 de la revista rosa Panorama a Lucia Riina: “¿Qué recuerdos tiene de su infancia?”. “Se respiraba amor puro en casa, parecía que vivíamos en un cuento. Mamá me mimaba, papá me adoraba y mi hermana Mari me contaba historias acariciándome el pelo (…)”. “¿Había atmósfera artística?”. “Mamá me hablaba de la historia del arte. Papá era un apasionado de los libros y pasaba las veladas leyendo volúmenes de la historia de Sicilia”. Fotos de publirreportaje, confesiones tiernas, lamentos por haber sido separada “de la persona que más quieres sin saber los motivos” y la primera visita a la cárcel a ver a papá “separados por un cristal”: “Pasamos todo el tiempo llorando. Algunas atrocidades a un niño no se le hacen”. Ni aunque seas la hija del capo más famoso de la Costa Nostra, Totò Riina, autor personal e intelectual del asesinato de unas 150 personas. Panorama, recuerda Domínguez, es propiedad de Silvio (y los otros).

La hija de Riina habla, con la complicidad de la revista, con la misma naturalidad con que Berlusconi convence a su nieto de que él no ha pisado la mierda que el nieto le ha visto pisando un segundo antes: no es mierda, es un desnivel de tierra que puede dar apariencia de bosta, pero no lo es en absoluto. “La verdad”, dice, “es fruto de la convicción del tono con la que se dice”, o sea que hay más verdad en la forma que en el fondo, que si algo se expresa con belleza o seguridad es más verdadero que algo que simplemente lo sea. Una conocida teoría que sería perfecta si explicase qué hacer con el olor.

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