Opinión

¿De la confrontación a la conversación?

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Es innegable la gran responsabilidad del liderazgo político para impulsar una reorientación de fondo en la que la dinámica de exclusión y confrontación sea sustituida por una dinámica de inclusión e integración

Será difícil fijar conclusiones políticas consistentes hasta que termine el ciclo electoral en curso. Habrá que esperar, aunque los resultados del 28 de abril suscitan ya muchos interrogantes: sobre la continuidad o la fugacidad en las preferencias de los electores, la evolución del sistema de partidos, la redefinición de estrategias, la composición de una futura mayoría gubernamental, etcétera. No hay todavía respuestas claras, pero son inevitables especulaciones más o menos fundadas. Es posible avanzar la probabilidad de un Gobierno socialista en solitario, descartando por ahora la coalición con otras fuerzas políticas. Gobiernos en minoría no son inhabituales en países pluripartidistas, pero son difíciles de gestionar. Se fundan en la capacidad para establecer un diálogo multilateral. Requieren de una cultura política acostumbrada a la integración en el debate público de la amplia diversidad de posiciones políticas y sociales, incluidas las minoritarias. Son bastante menos viables, en cambio, cuando la cultura política dominante se inclina por la marginación de las minorías, estableciendo una dinámica de confrontación en la que la mayoría se impone sin contemplaciones sobre los discrepantes e incluso tiende a negarles la condición de actores políticos. Esta negación castiga tanto a actores con presencia institucional como a otros actores que se mueven en el ámbito de los movimientos sociales y fuera del ámbito representativo. Si no consiguen presencia institucional o si esta presencia institucional es minoritaria, sus probabilidades de ser admitidos en el escenario del debate son muy limitadas.

Esta dinámica de confrontación excluyente ha prevalecido en España desde que las elecciones de 1982 dieron al PSOE la primera mayoría absoluta. Desde entonces, se impuso el afán por identificar a un ganador claro en cada contienda electoral, atribuyéndole un derecho indiscutible a ejercer la responsabilidad exclusiva del gobierno. Desde esta óptica, se ha denostado la llamada “coalición de perdedores” cuando se apuntaba la posibilidad de que el primer partido en los resultados electorales fuera desbancado por una mayoría de coalición parlamentaria como alternativa tan legítima como la monopartidista. Siguiendo esta misma dinámica, fue importada la figura del “líder de la oposición”, propia del bipartidismo mayoritario, pero sin arraigo en los sistemas pluripartidistas. La figura ha servido para visualizar la política como un “juego a dos” en el que el papel de los demás participantes es secundario o nulo.

Esta dinámica de confrontación se ha visto acompañada por una notable estabilidad gubernamental. Entre 1982 y 2015, la duración de las legislaturas y de los correspondientes Gobiernos superó en bastante los mil días, una marca muy notable en el conjunto de las democracias europeas. Pero durar no es sinónimo de gobernar. Porque no está claro que esta dinámica adversarial haya servido para elaborar y estabilizar políticas cuya continuidad requiere del concurso de una amplia mayoría política y social. Señalo, entre ellas, algunas políticas socioeconómicas, la política territorial o la política educativa.

Son políticas que afectan al presente y al futuro de toda la sociedad y en cuya definición y aplicación tienen intereses y aspiraciones una pluralidad de agentes políticos y sociales. Si no son reconocidos e incorporados al debate, las cuestiones centrales de la vida en común raramente obtienen una respuesta suficientemente duradera. Echar mano de un procedimiento excluyente para tratarlas erosiona además la calidad democrática del resultado y deslegitima al sistema en su conjunto.

En un libro reciente, Democratic Practice. Origins of the Iberian Divide in Political Inclusion, el profesor Robert Fishman analiza de forma inteligente y documentada las prácticas democráticas en Portugal y en España. Examina para ello cómo se ha tratado la Gran Crisis económica de 2008 en ambos países y cómo se ha abordado en España la cuestión territorial. Tiene consecuencias importantes incluir o excluir del proceso de decisión a actores situados en la periferia del sistema por razón de su extracción social o de su identificación nacional. En su comparación, apunta Fishman que el sistema político portugués ha integrado a un mayor número de actores, como resultado de una transición democrática desarrollada con intensa presencia popular. El sistema político español sería tributario de una transición pactada por las élites sociopolíticas, recelosas de una implicación popular más intensa. Las consecuencias de esta transición habrían cristalizado en una dinámica de confrontación limitada a los actores principales.

Son observaciones sugerentes cuando aparecen signos de un nuevo ciclo político en la democracia española y no solo un cambio de panorama electoral. El mapa institucional —los partidos y su sistema— se está modificando a ojos vista. Los movimientos sociales de alcance más o menos amplio y continuado han adquirido una mayor presencia pública. Quien intente dar respuesta desde el Gobierno a los grandes problemas pendientes debería tomar nota de ello. Es cierto que abundan las invocaciones al diálogo. Pero no serán efectivas si no se modifican actitudes que ignoran a una parte de los actores involucrados o tratan al discrepante como adversario al que se exige una rendición incondicional.

Esta condición previa del diálogo democrático vale para el intento de paliar los grandes estragos sociales producidos por una mala salida de la crisis que ha distribuido sus costes de manera sumamente injusta. Vale también para desbrozar poco a poco una pista transitable que pueda llevarnos a un modus vivendi en la cuestión nacional. Cierto es que la campaña electoral no invitaba al optimismo. Los resultados electorales han dejado entrever algunas señales positivas: una parte no menor de la ciudadanía parece distanciarse de planteamientos sectarios que nos han llevado a los grandes fracasos de los últimos años.

Es innegable la gran responsabilidad del liderazgo político para impulsar una reorientación de fondo en la que la dinámica de exclusión y confrontación vaya siendo sustituida por una dinámica de inclusión e integración. Pedro Sánchez y el sector del PSOE que le ha prestado su confianza dan señales de que podrían intentarlo, al comprender que no cabe desconocer la existencia consolidada del independentismo catalán. Está por ver si ocurre lo mismo en Cataluña: sus dirigentes institucionales deberían atender también a recomendaciones de rectificación que proceden de una parte de sus propios seguidores y reconocer el peso político y social de la ciudadanía que no comparte sus objetivos.

Este tránsito de la cancha de la confrontación al ágora del diálogo no es responsabilidad exclusiva de los Gobiernos ni de los actores institucionales. También lo es de los medios de comunicación y de la ciudadanía. Incumbe en gran medida a los medios inclinados a menudo a situar la política en la pista de la competición deportiva donde solo sabe distinguir a ganadores y perdedores. Y concierne igualmente a una ciudadanía dispuesta a no dejarse arrastrar por los engañosos “me gusta” y “no me gusta” de las redes sociales. Es la acción combinada de muchos la que podría ir convirtiendo la contienda sectaria y excluyente en la necesaria conversación democrática (Fishman). Es una tarea exigente, muy larga y enfrentada a grandes obstáculos. Pero no imposible. Porque el futuro no está escrito de antemano. Se escribe día a día.

Josep M. Vallès Casadevall es catedrático emérito de Ciencia Política de la Universidad Autónoma de Barcelona.

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