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Frenadol

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Las cabezas de los seres humanos son trampas en las que se precipitan los pensamientos que circulan por el aire

En el bar en el que desayuno solía haber, al fondo de la barra, un hombre ensimismado y tuerto. Llegaba antes que yo, pedía un vaso de agua con gas y un café y a continuación se ensimismaba. Un martes que no apareció le pregunté al camarero por él. Dijo que vivía lejos del barrio. “Viene aquí”, añadió, “porque un día, al abrir una caja de Frenadol, salió de su interior una voz según la cual a lo largo de los próximos meses pasaría justo por ese punto de la barra donde se coloca, a eso de las nueve de la mañana, una idea importante que pretendía que cayera dentro de su cabeza”. Me extrañó que la voz hubiera sido tan precisa como para señalarle la estación del metro en la que se tenía que bajar, el nombre del establecimiento y hasta el taburete en el que debía sentarse, pues las voces, las mías al menos, no son tan concretas.

En cualquier caso, aprovechando que el hombre había faltado a la cita, ocupé su sitio y me ensimismé por si diera la casualidad de que la idea pasara ese día, y se colara en mi cabeza en vez de en la suya. Las cabezas de los seres humanos son trampas en las que se precipitan los pensamientos que circulan por el aire. Por lo general, no se recogen más que clichés, estereotipos, basurilla, en fin, pero de vez en cuando pican los juicios sintéticos a priori o la gravitación universal y has hecho la jornada.

Pasó un rato sin que mis neuronas detectaran nada de interés, pero luego se abrió la puerta y apareció el tuerto al que había quitado el sitio, que me miró con odio y se sentó donde solía hacerlo yo. Me quedé observándolo y en esto sonrió con satisfacción, como si la idea, de camino hacia mi cabeza, hubiera quedado atrapada en la suya. Y así debió de ser porque no ha vuelto por el bar.

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