Opinión

La revancha de los imperios

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Rusia, China y Turquía están lideradas por tres hombres que reclaman la grandeza imperial de sus países mientras Europa no acaba de creerse su papel de potencia y EE UU está desnortado con Trump

El día que Vladímir Putin afirmó que la caída de la Unión Soviética había sido “la mayor tragedia geopolítica del siglo XX”, a más de un observador extranjero se le torció el gesto. Podía ser que el antiguo jefe del KGB hubiera caído en la nostalgia por el comunismo perdido, pero más bien lo que marcaba en aquel discurso sobre el Estado de la nación, en 2005, era la medida de su ambición: recuperar para su país el lugar que le corresponde entre los grandes. Como describe Tony Judt en su magistral Postguerra, “la Unión Soviética daba cobertura al Estado imperial ruso, mientras que Rusia otorgaba a la Unión Soviética legitimidad histórica y territorial”.

Al mundo occidental parece que siempre le ha costado percatarse del orgullo herido y la humillación que su actitud hacia Rusia ha causado desde entonces. Una humillación que Putin lleva a su punto álgido con la extensión de la OTAN a algunos de los países europeos que habían estado bajo la órbita soviética, rompiendo así una promesa, más tarde revivida con las sanciones impuestas tras la anexión de Crimea.

Hacía falta por tanto un líder fuerte y determinado capaz de corregir los errores de rumbo de la Historia.

Algo parecido le ocurre a Recep Tayyip Erdogan. Solo él, considera, ha sabido devolver al pueblo turco el orgullo tras décadas de postración —arrinconando, de paso, parte del gran esfuerzo occidentalizador de Ataturk, el padre de la Turquía moderna—. Incluso tras la crisis política y social que supuso el fallido golpe de Estado de 2016 —y la posterior purga antigulenista— y en medio de la crisis económica marcada por la caída de la lira, en Ankara se habla hoy de “neootomanismo”; de recuperar, también, el peso y la influencia, si bien no el territorio, del antiguo imperio otomano. Es el camino hacia la Nueva Turquía proyectada por Erdogan.

Para Xi Jinping, el mandato viene de lejos: se trata, simplemente, de que China vuelva a la normalidad y ocupe su legítimo lugar de líder del mundo, tras dos siglos de un involuntario y nefasto paréntesis. Hoy, 40 años después de que Deng Xiaoping impulsara el proceso de reformas que ha permitido al país un crecimiento espectacular, el Imperio del Centro vislumbra ya el advenimiento de una “nueva era”, en palabras del propio Xi, gracias a su renovado y firme liderazgo.

Tres hombres fuertes; tres líderes corte macho alfa, decididos a volver a poner a sus países, y a la Historia, en su lugar. Tres mandatarios determinados que han maniobrado para permanecer en el poder más allá de lo que apuntaban sus mandatos; que han fijado en lo que representaron sus correspondientes imperios la meta a la que llegar, y que utilizan el nacionalismo como una de sus principales herramientas.

Es cierto que estos nuevos aspirantes a imperios no basan su poderío, como antaño, en la expansión territorial y el dominio militar. China está decidida a ser la gran potencia económico-comercial del mundo —lo que no impide que continúe su programa de rearme— y su nueva Ruta de la Seda es el megaproyecto que ilustra su deseo, y su capacidad, de extender su red por todos los confines del continente euroasiático. Rusia oculta sus dificultades económicas tras su imagen como potencia militar, pero expande su influencia mediante un poder blando que alcanza múltiples destinos —es llamativa su penetración en América Latina, por ejemplo— y que ha encontrado en la información, y en la desinformación, dos potentes armas. También en la exportación de petróleo y gas, claro, y de tecnología nuclear. Turquía inició hace años una proyección diplomática sin precedentes más allá de sus vecinos —sobre todo en África—, en donde la apertura de embajadas y la extensión de sus líneas aéreas tuvieron un papel fundamental. Hoy parece que Erdogan ha dejado atrás el deseo de erigirse en el nuevo líder de un islam democrático, pero sigue dispuesto a utilizar la baza del peso geopolítico único que tiene su país como puente entre Oriente Próximo, Europa y Asia Central.

¿Qué significa esto para el actual y fluctuante momento geopolítico?

Para empezar, es una constatación más de que hemos dejado atrás la bipolaridad y la unipolaridad de la guerra y la posguerra frías. No solo por el repliegue del imperio reticente que siempre ha sido Estados Unidos, sino por la voluntad de otros actores de representar su parte del guion.

Estos nuevos actores siguen utilizando, cuando les conviene, las instituciones multilaterales nacidas tras la Segunda Guerra Mundial; ahí está China, por ejemplo, convertida en el nuevo adalid del multilateralismo tras la dejación norteamericana. Pero también tienen la capacidad de crear otras si aquellas no responden a sus intereses, o si piensan que fueron concebidas para defender principalmente los de las potencias occidentales. Ahí está, por ejemplo, el Nuevo Banco de Desarrollo (el llamado banco de los BRICS, formado por Brasil, Rusia, la India, China y Sudáfrica), pero ahí está, sobre todo, el Banco Asiático de Inversión e Infraestructura, la alternativa china al Banco Mundial, que ha logrado aglutinar a un nutrido grupo de países incluido España.

Es un entorno en el que la hegemonía está dejando paso a una relación entre iguales, o casi. En donde surgen nuevas alianzas ad hoc y nuevas iniciativas allí donde los cauces tradicionales están fallando o simplemente llegan tarde. Lo hemos visto con el buen entendimiento sinorruso en Asia Central y en el Ártico, o con el papel que Rusia y Turquía están empeñadas en tener en la solución del conflicto sirio.

Esta nueva situación geopolítica ha dejado también atrás el componente ideológico que caracterizó la división de bloques. Con todo su poder, China no parece interesada en extender el comunismo más allá de sus ya extensas fronteras —aunque sí lo está Xi en que el capitalismo con rostro chino no traicione la esencia del sistema—.

En realidad, detrás de la retórica y de las bravuconadas de hombres fuertes se percibe un gran pragmatismo, en el que los intereses —y no los ideales ni los valores— guían decididamente la acción exterior. Es un mundo de relaciones más complejo y enmarañado que el que conocíamos, en el que también el resto de países muestra ahora una mayor capacidad de elegir los socios que mejor le convengan en cada circunstancia —ya sea vender sus materias primas u otorgar grandes contratos de infraestructuras—.

Existe la impresión de que este (des)orden es más inestable que el anterior, y que genera nuevas incertidumbres, pero no tiene por qué serlo. Las dependencias mutuas son tan fuertes que hacen más probable la búsqueda de soluciones pragmáticas que de enfrentamientos frontales.

Paradójicamente, las mayores dudas en este nuevo escenario proceden de un Occidente traumatizado porque ya no está encabezando el cambio. Por un lado, un Estados Unidos desnortado que, pese a su enorme poder, no recuperará ya su papel de líder global indiscutible, ni siquiera cuando Donald Trump deje la presidencia. Por otro, una Unión Europea, cuna de antiguos imperios, que no acaba de creerse su capacidad como potencia global.

Cristina Manzano es directora de Esglobal.

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