Opinión

Falsas prioridades

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Mientras debatimos si nos convertirnos en un continente de fortalezas identitarias, desaparece cualquier atisbo de conversación sensata sobre nuestro futuro

Se ha dicho que la crisis de los refugiados fue una suerte de 11-S europeo, el momento en el que nos supimos de nuevo vulnerables. Aquel trance fue percibido como una amenaza existencial por su impacto en la idea misma de Europa, en lo que los ciudadanos esperamos de ella y en cómo nos relacionamos con un mundo que nos deja de lado, alborotado por perennes tensiones geopolíticas. El efecto de esta turbulencia recuperó una visión estrecha sobre el significado de nuestro bienestar: como en un juego de suma cero, hay quien solo lo ve posible si otros pierden. Aunque lo peor es que nos impide vislumbrar los verdaderos retos que debemos afrontar.

Mientras debatimos si nos convertirnos en un continente de fortalezas identitarias, desaparece cualquier atisbo de conversación sensata sobre nuestro futuro. El predominio de la cuestión migratoria nos conduce a la sobreevaluación del fenómeno, que a su vez tiene fuerza suficiente para devolvernos dilemas que creíamos superados: ¿queremos transformar el mundo o protegernos? ¿Cuánta democracia sacrificaremos a cambio de seguridad? ¿Preferimos relacionarnos con otras potencias con reglas, compromisos y reciprocidad, o el miedo nos plegará dócilmente al lenguaje de la fuerza? Estas preguntas están cambiando nuestro statu quo y gravitarán durante años sobre muchos desafíos a los que llegamos tarde y mal.

Lo vemos en la guerra tecnológica entre EE UU y China, en sus implicaciones en defensa y seguridad. Y produce sonrojo recordar que el objetivo de la Agenda de Lisboa era que Europa fuese en 2010 “la primera potencia económica y tecnológica mundial”. ¿Han podido contener la carcajada? Porque apenas hemos sido capaces de desarrollar un espacio europeo de investigación. La competencia en I+D+i sigue en manos de los Estados mientras que desde 1989 hemos levantado más de 1.000 kilómetros de vallas para evitar que inmigrantes y refugiados ensucien nuestro palacio. Al tiempo que Asia abandera la vanguardia de los descubrimientos científicos y tecnológicos, aquí debatimos en círculo sobre nuestras raíces judeocristianas o sobre el absurdo de recuperar un control inexistente.

Se ha dicho que estas elecciones son decisivas para la Unión, y así es, pero la disputa no es entre populistas y demócratas. El populismo, con todos sus males, no es la causa de este bochornoso desfase entre la insistente presencia pública de ciertos problemas y el escaso peligro real que representan. Como el Reino Unido con el Brexit, nos desangramos en contiendas bizantinas para no coger el toro por los cuernos. Y a los partidos compete situar de nuevo en la agenda política los verdaderos problemas y desafíos de nuestro tiempo.

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